Más veloz, más alto, más fuerte... Olimpiadas y sociedad

Jorge Montero y Federico Corriente han publicado en Pepitas de Calabaza Citius, Altius Fortius: El libro negro del deporte, un texto fundamental para entender el deporte como ideología. Con la excusa de las inminentes Olimpiadas y la resaca del triunfalismo futbolístico, hablamos con ellos de las estrechas relaciones entre competición, poder, sometimiento y democracia. Ahí es nada...

Radio Banquete: En el libro analizáis la ideología del deporte y el modo en que representa los valores contemporáneos. ¿Hasta qué punto el discurso deportivo y el político resultan especulares?

J. M. y F. C.: No se puede analizar la ideología del deporte sin pasar revista a los valores y creencias que lo definen oficialmente y que comparte con la sociedad actual. Ésta tiende ahora a representarse en su forma pre-ilustrada, como un organismo que aspira a estar «sano» para fomentar el bien común y el desarrollo armónico de los individuos, a lo que superpone ideas abstractas como la justicia (fair play), la obediencia estricta a normas aceptadas y acatadas por todos, la igualdad de oportunidades o el trabajo en equipo. El discurso deportivo impone su léxico incluso a un discurso político general que hace ya tiempo que renunció a debatir libremente distintos puntos de vista para sumergirse en identidades colectivas prefabricadas que buscan la afirmación del poder y el triunfo, eso sí, siempre respetando las reglas de juego o al menos aparentando respetarlas.

El discurso ideológico que emana del espectáculo deportivo afirma que vela por el entendimiento y la unión entre pueblos. La prueba, por lo visto, son esos certámenes deportivos internacionales que, gracias a sus altas cuotas de audiencia, sirven de carta de presentación ante la «comunidad internacional» a regímenes políticos de dudoso palmarés en materia de derechos humanos (China 2008 o Sudáfrica 2010).

R.B.: ¿No resulta hipócrita que los sublimes valores que el deporte pretende encarnar requieran tanto dopaje? ¿No está el deporte lleno de contradicciones entre discurso y práctica?

J. y F.: Sí. Parece evidente que una cultura que por un lado se lleva las manos a la cabeza cuando oye hablar de la explotación laboral de los niños del Tercer Mundo, y por otro aplaude en los estadios a criaturas de corta edad con los cuerpos deformados para adaptarlos mejor a las disciplinas deportivas puede presumir de cualquier cosa menos de fomentar la salud física y mental. Allí donde la Antigüedad griega celebraba la capacidad de autodominio, nosotros celebramos nuestra capacidad de sumisión a normas sacrosantas necesarias para rendir cada vez más y «crear riqueza». Allí donde los juegos populares tradicionales requerían una relación espontánea con los demás y el despliegue de todas las facultades, hoy los deportistas —y la gente de a pie— aprenden a inhibir su espontaneidad en aras del triunfo y el máximo rendimiento, a no cuestionar unas reglas de juego en cuya determinación no participan, y a plegarse a una racionalidad instrumental con el fin de convertirse en modelos de conducta y estrellas de la sociedad de masas.

R.B.: ¿Queda algo del componente lúdico del deporte en su forma contemporánea?
J. y F.: El origen de los deportes modernos está en la colonización de antiguas diversiones populares por la lógica productivista de la industria moderna. La palabra juego viene del latín iocus, que significa diversión. El marco social del juego, por tanto, es la festividad.
La lógica de lo lúdico ofrece una forma distinta de abordar la vida social, capaz de transformar ésta y sus valores desde lo cotidiano y de ayudar a quienes la adoptan a educar sus emociones. Decía Schiller que «el juego no escapa a la vida, sino que es parte integrante de ésta». Y lo es porque no cumple ninguna función más allá de sí mismo, de la voluntad de participar con otros en una actividad divertida y comunicativa. La mayoría de los deportes modernos se autodefinen como juegos, pero nada podría ser más falso, pues parten de la aceptación de un conjunto de reglas inviolables que asfixian todo elemento lúdico. Los juegos pueden regirse por reglas, pero sin que éstas puedan adquirir una objetividad autónoma frente a los jugadores, ni mucho menos encomendarse su aplicación y vigilancia a árbitros y jueces. Es más, el juego sin límites permite jugar con las reglas, modificarlas e incluso, a diferencia del deporte, jugar a hacer trampas.
Los deportes comparten las principales características de la organización industrial moderna: reglamentación, especialización, competitividad y maximización del rendimiento. Tanto los sistemas de entrenamiento como las reglas y el instrumental están impregnados de fetichismo productivista. El deporte produce fundamentalmente rendimientos y récords, es decir, datos computables, no relaciones entre personas. En el juego, en cambio, dado que el «resultado material» no es lo decisivo, cabe la posibilidad de que ambas partes sean desiguales y se constituyan de forma accidental, como también cabe que una persona o un grupo desafíe a todas las demás. En el deporte, por el contrario, siempre tenemos dos partes formalmente «iguales» que luchan por obtener un resultado «justo», y reglas que pretenden establecer y garantizar un equilibrio que conduzca a ese resultado.

R.B.: ¿Qué relación hay entre deporte y democracia?
J. y F.: El deporte moderno se organiza con arreglo al ideal democrático de la igualdad de oportunidades, que corresponde a las aspiraciones presuntamente igualitaristas de una sociedad jerarquizada que materializa las desigualdades a través de la competición, lo que en el caso del deporte lleva aparejado el enfrentamiento en igualdad de condiciones como requisito fundamental. Para ello se establecen normas que permitan equiparar a los participantes y se exige que los equipos sean cualitativa y cuantitativamente comparables, y también se fundan por doquier clubes y asociaciones encargados de establecer una gran variedad de categorías, pesos, medidas y clasificaciones de obligado cumplimiento en todas las competiciones, de modo que cada disciplina puede regirse por normas idénticas en cualquier parte del planeta.

R.B.: El análisis que realizáis del barón de Coubertin como ideólogo pone los pelos de punta…
J. y F.: Coubertin proclamó que la difusión del deporte se inscribía en una labor pedagógico-propagandística destinada a imponer una visión liberal y positivista a escala universal. Para el barón, dos de los ingredientes fundamentales del deporte eran «el deseo de progreso» y «la aceptación de posibles riesgos». De ahí que Coubertin rechazara la gimnasia en tanto patrimonio de los débiles, los enfermos y las mujeres, negara de forma rotunda que el propósito fundamental del deporte fuera el cultivo de la salud física y mental, y que no tuviera empacho en declarar la guerra al lema clásico mens sana in corpore sano, que calificó como «una simple instrucción higiénica, que se basa, como el resto de instrucciones similares, en la adoración de la mesura, en el comedimiento, la aurea mediocritas…»
En el discurso de apertura que pronunció en el Congreso Olímpico de Praga (1925), el barón definió la esencia del deporte como mens fervida in corpore lacertoso («un espíritu ferviente en un cuerpo fornido»). Según el fundador del olimpismo, la principal razón de ser del deporte era la «libertad del exceso»; de ahí el lema Citius, altius, fortius: siempre más velocidad, más altura, más fuerza… siempre más. Dicho sin rodeos: el movimiento olímpico moderno no surgió de la confluencia fraternal y bienintencionada de unas hipotéticas fuerzas «progresistas» y «humanistas» deseosas de difundir el entendimiento entre los pueblos a través del deporte, sino como un proyecto de integración espiritual de las élites aristocráticas, capitalistas y militares de las principales potencias de Occidente, hermanadas por la voluntad de acceder a fuentes de materias primas vírgenes, explotar reservas de mano de obra barata y conquistar nuevos mercados.

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